Donnerstag, 24. Juli 2008

CRÓNICA DE LA ISLA SAJALIN

Tomado del libro: VIAJES, de Rafael Marcelo Arteaga, Ramaar Editores, Quito -2005.



En Novikovo, cuentan sus habitantes que hace muchos años despertaron asustados a media noche con los bramidos de una manada de ballenas azules que habían encallado -por accidente- en sus arenas. El pueblo por entonces estaba compuesto de pescadores y artesanos, en cuyos bolsillos y casas aún se podía sentir los estragos de la segunda guerra mundial. Una vez sellada la paz entre Tokio y Moscú, la vida en tales regiones pareció volver a la rutina: salir cada mañana con sus pequeñas embarcaciones al mar, sembrar tras las casas verduras para el consumo de la familia, vender los excedentes sus calles y, si las cosechas eran abundantes, aventurarse con sus naves al océano a ofertar sus frutos en el norte de Japón.

Narran los habitantes más viejos que los bramidos de los cetáceos fueron tan altos que los cristales de las pequeñas casas estallaron en pedazos. Los niños, asustados, debieron ser protegidos sus oídos con trapos, igual las ancianas. Muchos, en medio del sueño, creyeron que una nueva conflagración bélica había empezado. El cielo era una inmensa caja de resonancia, desde la cual se escuchaba distorsionados sonidos de agonía: más de cien ballenas adultas se retorcían en la orilla, coleteaban y se lastiman entre ellas. El mar con sus olas grandes las había abandonado en la arena, mientras su voz se escuchaba entre las sombras; lejos, muy lejos de la playa.

Conforme llegaba el amanecer, los pesadores se preguntaban ¿cómo devolver tantos animales juntos a las corrientes profundas del mar? Y por mucho que discutieran, ellos sabían que en este caso cualquier acción era imposible; pues el grupo que extravía su ruta, o se percata a tiempo del error y busca de inmediato las corrientes, o queda atrapado en los bancos de arena. Y allí, es el mismo mar -a veces- el que con la marea alta se encarga de llevarlas de nuevo a las profundidades o de arrojarlas definitivamente a las playas; lo cual –en ocasiones- es una bendición para el pueblo, el mismo que celebra un día de buena pesca, sin mucho esfuerzo: se acercan de inmediato al cetáceo, lo retacean allí mismo, separan la carne para la venta, sacan el aceite, sus escamas, dientes y huesos para los artesanos, y el resto se arroja de inmediato a las aguas.

Un día asomaron tres ballenas azules frente a las playas y eso fue un regalo demasiado grande del cielo, porque los pescadores carecían de frigoríficos para guardar tantas provisiones juntas. Pensaron -por un momento- aventurarse a puertos nipones, pero ir hasta allá requería seis horas de viaje, más la preparación de la carne, lo que habría significado llegar al anochecer, y no a la mañana -que es el tiempo ideal para vender en cualquier sitio; así que decidieron sacrificar un animal apenas, mientras que a los otros se les ayudó a llegar de nuevo a las corrientes marinas. Acercarse a un pez grande será siempre una labor de mucho riesgo, pero con cables (que los tenían listos para sus faenas), más sus rudimentarias barcazas con motores y un poco de paciencia, lograron su cometido.

Esa ocasión en Navikovo era la época alta de verano. Los cetáceos, antes de llegar ahí, seguían su ruta hacia el norte buscando las corrientes frías y con ellas a su alimento: el plancton y crustáceos pequeños, hasta que extraviaron su ruta. Las ballenas empezaron a morir una tras otra, de tal suerte que al aclarar playa el sol mostraba un espeluznante paisaje con decenas de cetáceos agonizando a lo largo de la arena. Los pescadores sabían lo que iba a ocurrir. Pronto el calor iba a acelerar la descomposición de los cuerpos y al atardecer ello se convertiría en un inmenso cementerio al aire libre.

- ¿Qué hacemos? - Se preguntaban los pobladores, de pie ante aquella escena. Alguien mencionó comunicar de inmediato a la armada rusa, pero ello era imposible, porque el pueblo carecía de telégrafo y hasta de teléfono, y la flota más próxima se hallaba a dos días en barco; además los moradores, acostumbrados al abandono de siglos por parte del gobierno central, no confiaban en que tal organismo se interese por una aldea que ni siquiera constaba en el mapa de Rusia, y menos por unos cetáceos muertos, cuando era más urgente usar todos los recursos disponibles para expulsar al temible ejército alemán, el mismo que durante la primavera había llegado al centro de la nación; de ello estaban enterados gracias a los rudimentarios transistores que tenían -como tesoros- algunos habitantes en sus casas, aunque con frecuencias en otro idioma, pero familiar a sus oídos debido a su cercanía con el reino de Japón.


En el pueblo habitaban entonces unas doscientas personas de origen ruso, que a lo largo de centurias avanzaron más al oriente, escapando de la crueldad que imponían sus antiguos reyes desde una mítica ciudad llamada Moscú, y a veces desde San Petersburgo, -cuando estaba una mujer en el trono, quienes los oprimían con tributos y obligaciones a cambio de nada. Pese a estar alejados de la capital, ellos saben que les une sus dioses, una lengua común, hasta el tiempo y las distancias que en estas regiones son inconmensurables.

Allí se veneró al último zar como a un dios mucho tiempo después de su ejecución, debido a que las noticias –al comenzar el siglo anterior- llegaban a los pueblos, perdidos en Siberia con meses, incluso años de retraso; hasta que asomó grupo de intelectuales revestidos de autoridad, y arrojando las imágenes del ex monarca al fuego gritaron a la población que la patria grande ya era de todos, que en Rusia no había más espacio para la explotación y la miseria provocada por los grupos dominantes en el poder, que desde las tierras de Europa, pasando por los Urales, las estepas de Siberia y desde allí hasta Asia, se vivía al fin la dictadura del proletariado, ¡cuando ellos eran unos simples pescadores! Con entusiasmo gritaron los jóvenes que en el socialismo nadie es más que los demás, -menos la clase dirigente.

Nombrar la palabra Moscú en esas épocas era como evocar una ciudad fantástica, casi ficticia, con tranvías, máquinas a vapor, nickelodeones, inmensos edificios y avenidas con flores a sus costados, por donde caminaba el rey con su familia, seguido de un extraño personaje llamado Rasputín. La metrópoli estaba a meses de camino a pie, a semanas en barco, en tren -desde Magadan; aun así, ellos nunca olvidaron sus raíces al unirse con otros pueblos aborígenes, diferentes apenas en el color de la piel, pero cubiertos bajo el mismo paisaje desolado y cruel de Siberia.

Regiones agrestes fueron pobladas con arrojo y constancia, y mientras más años transcurrían, más cerca se sentían de la madre grande, como ellos la denominan, la madre que los ignoraba, o los iba a visitar a menudo con batallones de soldados para llevarse a los varones, incorporarlos a la fuerza en sus filas y enviarlos después a las trincheras en los períodos de conflicto o a cumplir el servicio militar, obligatorio para los rusos en cualquier sitio que se encuentren. Para muchos, por cierto, ello se convirtió en una oportunidad de salir -con trabajo- de sus pueblos y de mudarse a regiones menos agrestes, ya que de acuerdo a la ley interior del ejército, los soldados deben ir a lugares distintos a los de su origen, a fin de lograr un acoplamiento más sumiso a la armada.

Los pescadores conversaban reunidos frente al mar. Cubrir los cuerpos bajo la arena era imposible al carecer de maquinaria adecuada para cavar huecos profundos; no hubo más alternativa que abandonar la aldea, y cuanto antes mejor. Cerca de cien ballenas muertas a lo largo de la playa, en poco tiempo volverían insoportable el ambiente para la vida del pueblo, que no tendría más de treinta casitas junto al mar. Reunieron a prisa sus pocas pertenencias y antes del atardecer fueron a acampar varios kilómetros más al sur, donde los olores putrefactos no lleguen a sus narices; aunque sin alejarse de las orillas -a fin de seguir con sus labores de pesca.

Así transcurrieron varias semanas. El tiempo de las lluvias volvió. El invierno trajo la nieve y ella se encargó de ocultar el cementerio, (lo que fue aprovechado por algunas familias para sacar sus últimas pertenencias, a costa de poner en riesgo sus vidas con las tormentas, que son rigurosas en esas regiones). La primavera llegó y trajo consigo otra vez, no flores o corrientes de agua cristalina desde las montañas, sino carroña y pestilencia, fruto de las ballenas sin acabar de podrirse. Las playas estaban llenas de roedores e insectos que no solo pululaban en el lugar, sino que también se habían adueñado de las casas abandonadas.

Al siguiente verano los pobladores decidieron que el sitio elegido para acampar de modo temporal se convertiría en su nuevo hogar. Mientras no abandonen la isla, estaban en territorio ruso, aunque a pocos kilómetros de Japón y ello, a veces, les causaba cierto recelo. El episodio de las ballenas obligó a los pescadores a ver la realidad desde otra perspectiva: la del movimiento continuo, y no la del estatismo interior de los seres. El cambio obró de manera positiva en ellos, pues la nueva ciudad floreció con más energía, fruto del empeño de su gente por recuperar un tiempo perdido y de un contacto más activo de su comercio con los pueblos de Asia.

Frente a la antigua aldea (de la que resta apenas unos palos podridos) se puede ver hasta hoy los huesos de las ballenas blanqueando a lo largo de la arena. Sus playas serian hermosas si no fuera por ese tétrico paisaje.


En el 2002 llegó desde Moscú a Sajalín un grupo de investigadores a averiguar lo ocurrido hace 60 años en la isla, tomando en cuenta que meses atrás otra manada de ballenas quedó varada frente a las costas de Obrivistoie, un puerto en el mar de Ojotsk con un reducto militar que controla el paso de las naves por territorio ruso; por fortuna allí no hubo más de 15 ejemplares (como es usual en los cetáceos que se desplazan a los glaciales durante el verano). La armada estuvo lista para llevarles de nuevo a aguas profundas, a acepción de la ballena que les guió hasta allí y luego murió. Tras los estudios, el equipo comprobó que el animal estaba infectado con parásitos que afectaron su sentido de orientación, lo que causó que éste –y con él la manada- se desviaran de su ruta. Los científicos afirman que lo mismo ocurrió en Novikovo, solo que ahí, por factores no revelados de la naturaleza, se ignora aún por qué siguieron más de cien ejemplares a un mismo guía.

Yo he tomado esta crónica, en relación con los hechos que ocurren hoy por acá. He visto a hombres ganar elecciones una y otra vez y no por ello sus países han avanzado a algún lugar. Puedo citar algunos nombres: Daniel Ortega, Mugabe, Strossner. Fujimori fue tres veces presidente de Perú. En Ecuador es igual. Si el guía de una nación, como la ballena, tiene parásitos que le impiden orientarse, ello puede provocar, más pronto que tarde, el suicidio colectivo del resto.

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