Donnerstag, 14. April 2011

OJOS EN LA ARENA (Parte 3)


Tomado del libro Amores Estériles, de Rafael Marcelo Arteaga, Rammar Editores, Quito-2004. 

 

Cuando rasgué mis ojos, ella ya no estaba conmigo. Qué extraños designios tiene la vida y qué complejo es el recuerdo; su hija nunca sabrá de mis labios que vino al mundo del vientre de su hermana.

Y nuestras miradas se cruzaron de pronto, pensando si valió la pena haber hecho un viaje tan largo para encontrarnos con un vagabundo en las calles narrando su historia a cambio de pan. ¿Debimos gravar aquel día sus confesiones -yo me pregunto inclusive hoy- para aumentar el expediente, sin cerrarse debido a la imposibilidad de saber quiénes más estuvieron tras el hecho de sangre con el que los periódicos llenaron de terror la ciudad durante varias semanas?

Aquel tiempo no pudimos comprender, y me temo que hasta hoy, los motivos, dentro de nuestra lógica urbana, que llevaron al hombre a cometer tal acción, a fin de nosotros poder elaborar un informe sustentable con el que los miembros del tribunal hubieran podido asumir un juzgamiento del caso, pese a reunir algunas evidencias físicas en casa del autor y, con ellas, formular hipótesis sobre las causas del crimen y, una a una descartarlas, conforme entrábamos en un callejón del que ya nadie nos ayudaría a salir con una respuesta que ligara -al menos- los hilos de la acción con la psicología del autor.

De regreso a la oficina, luego de abandonar al ciego, nos preguntábamos en el camino si alguien en la ciudad iba a creer nuestra versión reciente, tomando en cuenta que los medios de la época ya inventaron y, como es usual en ellos, hasta juzgaron sus historias. Nadie está obligado a admitir nada; es más, ¿qué sentido tendría hoy retomar el caso luego de muchos años, cuando éste carece del encanto de la sangre que un crimen fresco provoca en la rutina del lector? Por cierto que a los periódicos no les conviene.

El sospechoso fue detenido en su casa, luego de recibir una advertencia anónima (con voz femenina). Al inspeccionar las habitaciones se encontró en una gaveta del escritorio la cabeza en descomposición de una mujer. El acusado, según reza el parte, no puso resistencia, más bien guardó silencio y nadie en adelante lograría sacarle una palabra, ni siquiera nosotros cuando asumimos las investigaciones. Sus ojos tampoco reflejaban alguna señal que podría interpretarse como confesión de culpa o remordimiento y así permaneció durante el proceso, inclusive al ser dictada su sentencia. La presión ciudadana a través de los medios tuvo mucho que ver en la celeridad con la que los jueces asumieron y trataron el caso. El culpable, al día siguiente de ingresar a prisión, amaneció ciego. Siempre hay un tipo en el barrio -el más cándido y gentil de todos- que mata a su madre, esconde el cuerpo en el jardín de la casa y luego se refugia en la inmovilidad de una oficina.

El hecho ocurrió hace mucho tiempo, que tal vez ya nadie lo recuerde; sin embargo, el expediente -y en éste el espacio para los posibles cómplices y/o encubridores- aún estaba abierto. El sujeto que estranguló a una mujer de 38 años y repartió su cadáver en pedazos durante varios días por la ciudad, purgó su condena en prisión un tiempo relativamente corto, aunque su sentencia fue mayor, gracias a la suavidad de nuestras leyes -dedicadas a favorecer al delincuente-, al dócil comportamiento del mismo y, sobre todo, creo que esto pesó más en la decisión del tribunal al revisar su expediente, a su disminución física, provocada o no, pero el reo estaba ciego y ello no era purgar una sentencia, sino que se convirtió en una persona difícil de manejar para los empleados de la prisión: el hombre salió libre y luego desapareció en los callejones de esta ciudad, sin que nosotros volviéramos a interesarnos o a saber algo de él; hasta que un llamado de la fiscalía nos ordenó retomar las investigaciones antes de archivar  -espero de manera definitiva- el caso. 

En cuanto a los posibles implicados en el crimen, yo sugerí a mi compañero de investigaciones no añadir una línea más al primer informe entregado años atrás, (previo al juzgamiento del acusado), sino mejor, ratificarnos en lo expuesto entonces; con lo que él estuvo de acuerdo. A fin de cuentas nosotros cumplimos el deber, y que la justicia haga lo suyo.

-No puedo ver aquello que conviene a los mortales -siguió hablando el anciano, mientras nosotros, que ya habíamos desconectado la grabadora, tampoco pusimos empeño en marcharnos.

Hombre de poca memoria,
mira lo que has hecho por ti,
tu nombre no da embajadas,
pensiones o cátedras,
pero tienes la palabra; allí está Homero,
el viejo Whitman, Vallejo,
-un toro herido ante el matador;
no profanes su memoria
llenando el mundo de poemitas
convencido de la trascendencia mágica de tu voz.

Si preguntan si eres príncipe o legislador
al verte rodeado por una corte de mendigos,
diles que bajo el abrigo tu cola de puerco
agita la hoguera del último día de la creación.
Dales un vino amargo para que sientan un fuego
espantoso en las entrañas y ellos sabrán
-al fin- que hasta Pound fue suficiente.


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*  *  *

Los maestros se ponen de pie cuando entra el genio,
le señalan tímidamente su silla en el cenáculo
                                           /de los inmortales.
Era el momento de hablar:

     Aquí reposa uno, cuyo nombre
     fue escrito en la arena,
     gato de piel morena
     sin bigote que nos asombre.

     Dormía en los libros, feliz
     junto a la hoguera,
     disfrutaba en luna llena 
     las felinas y el anís.

     La abuela le daba leche
     le rascaba la cabeza
     y él, sobre la mesa,
     lamía los dedos de Meche.


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*  *  *

Te has quedado solo, me repiten en coro las moscas, desde los platos sucios de la comida. He aquí nuestro consejo: como esas ratas de alcantarilla que, en cuanto agarran bocado, se sumergen en las heces y no vuelven a aparecer sino hasta que el hambre las despierta, golpea y sumérgete de nuevo; y así, hasta el infinito. Ese es todo el secreto de vivir.

Mira a esos cuervos que entre latas oxidadas, restos de comida y más menudencias desechas por tu estómago lleno, picotean las cuencas vacías de ese cráneo, empeñados en hallar carne, mientras más descompuesta, más apetitosa: este es tu oficio. Picotea, picotea, picotea y, luego, deja que sus huesos se descompongan en paz.

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*  *  *

-En Julio las noches son más densas, aunque breves -nos confesó el anciano, muy débil, el último verano que estuvimos juntos-. Los moribundos no tienen fuerzas para asistir al nacimiento del día y eligen el sueño. Nunca quemé un muñeco en año viejo para merecer mejor fortuna; debo marcharme antes de que la tierra me llame, la única posibilidad de fuga vino del mar, pero yo estaba dormido.

-Confórmate ahora con despedir a los viajeros -. Le sugerimos. - Nadie quiere vagar con su esqueleto desnudo, así que vístelo y ponte de nuevo en camino.

Y él se dirigió a nosotros así:
En las cosas me ceñiste de rey
sobre la tierra me diste poder,
escucha ahora mi voz:
es tiempo de apagar el despertador,
cuyo dueño no lo escuchará más.

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*  *  *

-¡Qué te falta! - Preguntó el mendigo a la niña. (Sus carnes blancuzcas cayéndosele en pedazos, agitaban aún la llama del deseo).

-Mi padre - contestó ella. - El hombre con quien yo podía hablar es ahora pasto de los cuervos. Él me enseñó a matar gatos, por ejemplo, y otros juegos que las niñas de hoy practican para vencer la timidez.

Dejaron las cloacas y se dirigieron al centro de la ciudad, buscando una esquina para mendigar. Un perro sarnoso les seguía atrás, feliz con el nuevo día y con sus huesos.

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*  *  *

Mi compañero de investigaciones se retiró del trabajo luego de morir el ciego y abrió con su hijo una panadería en un barrio alejado -aunque próspero- de Quito. En cambio yo, no sólo que perdí mucho pelo, sino también años de juventud sumergido en archivos, comprobación de evidencias y comida china. Algo me sujetaba al oficio, no necesariamente la sangre de la crónica roja.

A su hija primera volví a encontrarla
en Nueva York, luego de muchos años.
Si era bella aún, cómo saberlo
si uno también ha envejecido.
Mientras caminábamos yo dije:
-tu padre ya no es de aquí.
Ella me miró fijamente.
Llevaba un perrito de lanas en brazos;
al verme en el umbral de su casa
intentó cerrar la puerta
pero la soledad enmudeció su frágil figura.